La casualidad

Llegaste a mi vida cuando la primavera abría las puertas a la luz y los naranjos florecían. Quizá nublaste el poco sentido común que había sobrevivido después de quedarme sola, o quizá te acogí en mi regazo porque tu mirada limpia y entregada me recordaba lo que había perdido.

En contra de toda lógica te dejé entrar en mi vida y te fuiste acomodando en silencio. Nueve años de caricias, miradas, compañía, me fueron conquistando hasta que te convertiste en una parte de mí y, casi sin darme cuenta, era yo la que te buscaba.

Te buscaba buscándome, porque en esa confianza ciega no existía la traición, el engaño y la soledad. Se estaba tan bien…, sin embargo, nunca fue una relación desigual, incluso con tus carencias… Hasta ahora, en que no sé qué hacer ni cómo ayudarte.

Una vez que el miedo se instala en lo más profundo del alma, el dolor se vuelve imposible de sanar: las piernas tiemblan, la piel se eriza como si el viento helado atravesara la carne, y un sudor frío recorre el cuerpo, mientras el corazón palpita desbocado…

Sin embargo, el peor temor de todos es el miedo al miedo mismo. Ese abismo que abre la ausencia: el no verte, el no sentir tu aliento cerca, el silencio donde antes había un latido fiel.

El nudo en mi garganta no es solo miedo, es un eco profundo del dolor que creí enterrado. Es como si, al verte tan frágil, reviviera aquella última despedida con mi madre, un recuerdo que se agolpa con todos sus miedos y lágrimas.

Es un peso viejo y nuevo a la vez, una mezcla de temor y de amor tan intenso que el pecho duele y las piernas tiemblan sin control. 

En ese nudo está todo lo que perdí y todo lo que temo perder ahora. Pero también está la fuerza para seguir aquí, para sostenerte, para amarte más allá del miedo.