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La mano de Dios

Una vida dedicada al servicio de los demás, eso había prometido.

Una obediencia difícil de asumir cuando desde pequeño su carácter huraño y rebelde auguraba una juventud complicada en la que los quebraderos de cabeza para sus resignados padres no eran más que un escalón menos en la cuesta hacia el cielo y su pureza.
Espíritu de sacrificio, trabajo y humildad, eran una constante en los sermones que sus piadosos padres se esmeraban en inculcarle; pero además, lo acompañaban con una actitud ejemplarizante que hacía difícil, por no decir imposible, encontrar el más mínimo resquicio por donde atacarles.
Las oraciones y las visitas a la iglesia eran actos tan mecánicos como lavarse los dientes o desayunar. Era un alivio cuestionarse el «porqué» y encontrar siempre el salvavidas que acudía servicial y dispuesto a reflotar los gajos de su maltrecha fe y de su oscura conciencia.

Limpiaba como en el bautismo cualquier mancha que inevitablemente afloraba desde el interior como las humedades y con unas frases y un sencillo acto, la absolución, encalaban las paredes que volvían a resplandecer.
Era tan sencillo, tan reconfortante, tan purificador sentir como la mano celestial aligeraba la carga, que llegó a ser adictivo.

Escuchaba a través de la reja:
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida. El Señor está en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.
—Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Y comenzaban a hablar…
Tímidamente, más que confesar, exponía una retahíla de frases hechas encadenadas y concatenadas como el estribillo de una canción que repetía una y otra vez en el mismo orden, a sabiendas de que él, con la cadencia de un diapasón de «ajá», o un «ya» encajaba y componía a la perfección con sus palabras la misma canción dominical.

—Padre, he pecado.
—Ya.
—He mentido a mis padres.
—Ajá.
—Y he dicho palabrotas.
—Ya…

El camino de la fe le había iluminado, y por la dirección de sus pasos y de su futuro, se encaminaba a buen ritmo hacia la casa del Señor; ese hombre que le escuchaba paciente y le perdonaba cualquier cosa.
El trabajo le mantenía ocupado. Feligreses, comuniones, bautizos o misas de difuntos. Una continúa sucesión de discursos aprendidos en los que sacaba el máximo partido a sus dotes de interpretación.
Uno de sus momentos preferidos era cuando levantaba los brazos en la santa misa y repetía con voz solemne:

—Este es el sacramento de nuestra fe…
Y la comunidad, después de la consagración del Pan y del Vino contestaba al unísono:
—¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección! ¡Ven, Señor Jesús!
Se sentía poderoso.

Pero el momento que le había llevado hasta allí, el que desde siempre había despertado un magnetismo especial, el que le infundía todo el poder, se apoyaba en la pared lateral de la nave de la iglesia.
El pequeño habitáculo de madera reconciliaba las almas con Dios tras la hilera de varillas de abeto. A él, ese momento de recogimiento le recordaba el sentido de su obra.
El Papa Francisco había explicado en una catequesis ante miles de fieles la importancia de la confesión, y había criticado a aquellos que se confesaban «solo con Dios».

« “Para desahogarse— había dicho—, era bueno hablar con Dios y con el hermano; decirle al sacerdote esas cosas que pesaban en el corazón y en su alma, porque el ministro representaba a la comunidad, y con este acto humilde y confiado se reconciliaría con ellos a través del arrepentimiento”».

Se confesó por primera vez en la edad de la discreción. Según la iglesia, la edad de la madurez eclesiástica. Tenía siete años cuando se sinceró de rodillas ante esa caja de madera. El sacerdote lo tranquilizó. Le habló de la inviolabilidad del sigilo sacramental so pena de incurrir en la excomunión automática.
Tuvo que explicárselo varias veces hasta que comprendió lo que quería decirle. Aquel jovencito que le inspiraba tanta confianza sería su cómplice. Su confidente. Su amigo a su pesar.
El también escuchaba ahora las miserias, mentiras, infidelidades, violaciones, robos, usuras, y una larga lista de pecados veniales y mortales que se escondían tras los rostros bonachones o inocentes.
Animaba a los feligreses a retomar el sacramento que la mayoría practicaba «hablando con Dios», en contra del consejo del Santo Padre.
Era imposible continuar la obra del Señor sin feligreses dispuestos a confesar sus pecados. Algunos ante su insistencia se escudaban en la fragilidad de su memoria:

—Padre, ¿no recuerda que ya me he confesado este año más de cuatro veces?, ¡ya he cumplido con Dios!

Sonó el teléfono en su despacho. No contestó. Hacía días que no visitaba a su confidente. La suerte o el azar se habían aliado a pesar de que él tendía la mano a la comunidad para animarlos a liberarse de sus pecados.
Los niños le aburrían con sus mentiras piadosas, los jóvenes casi siempre se repetían con borracheras o gritos a los resignados padres; pero los más interesantes, los adultos, le esquivaban.
Como buen clérigo, era humilde y sabía reconocer los pecados que escudados en la debilidad de espíritu traspasaban su resistencia y se colaban cuando bajaba la guardia. Era humano.

Debía hacerse merecedor de la gloria de Dios luchando contra el pecado y la tentación. Con esa expiación lograba ese escalón menos por el que sus padres habían luchado para superar la cuesta hacia el cielo y su pureza; pero la sequía sacramental duraba demasiado.
Llamó al obispo diocesano y después de decenas de trámites y con la lógica reticencia pues su parroquia era tranquila, próspera y bien situada, con el consentimiento del colegio de consultores, se admitió su solicitud a regañadientes.
—Monseñor, creo que seré más útil en una parroquia más pobre y necesitada. Soy joven, y hay sacerdotes que necesitan reposar el alma. La fe debe trasmitirse con el espíritu, pero también con el trabajo del cuerpo.
—Pero padre, todos alaban su obra al frente de la parroquia; las más altas instancias de la comunidad nos ha trasmitido como ha mejorado la convivencia y la seguridad desde que está usted…

No pudieron negarse, ni él… evitarlo. Había empezado a correr un extraño rumor sobre su confesionario. Se lo dijo Rosario, la más piadosa de la congregación. La octogenaria señora buscaba obtener el beneplácito de Dios a través de la iglesia y su cura aprovechando la confesión:

—Ave María Purísima…
—Sin pecado concebida. El Señor está en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.
—Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo—contestó de carrerilla—.Padre, se comenta que no quieren confesarse con usted—se apresuró a decir.
—¿ Cómo? Rosario, hija, no habrás entendido bien.
—No Padre, créame. Se dice que este confesionario está maldito. Igual que cuando canta el gallo a deshora o por la noche, dicen que cuando se confiesan con usted, no tardan en morir.

Manuel guardó silencio.
—¿Padre?
—Continua hija, te escucho.
—Bien, algunos dicen que la campana de su iglesia a veces hace ruidos raros.
—Rosario—la interrumpió—, esta no es mi iglesia, es la iglesia de todos.
—…Y que en la puerta han visto moscardones, y algunos, mariposas negras…
—Bueno hija, creo que es suficiente… Habladurías de mojigatas.

Apretó los dientes y le impuso la penitencia y la absolución, dos Padres Nuestros y tres Aves María.
Permaneció sentado en su diminuto santuario, asimilando lo que acaba de escuchar, paralizado ante la posibilidad de ser descubierto. La confesión de un pecado mortal le facultaba, como «mano de Dios», para liberar del pecado que habita en los hombres al confeso con una mortal penitencia; leer las envenenadas hojas señaladas de la Biblia que depositaba cuidadosamente en la mesita de su despacho. Según el pecado, la absolución pasaría por la lectura de los capítulos untados a conciencia con acónito.

La planta de hermosas flores azules, además de ayudar al ornamento del altar, le ayudaba como el acólito en sus labores. Su ingesta, en cuestión de horas producía vértigos, calambres, arritmias y parálisis, y en dosis superiores a 4 o 5 mg la muerte. Era el mejor de los venenos judiciales; sin antídoto, una condena mortal.
Una vez que recibió el sacramento de la orden sacerdotal le resultó fácil localizar a su escurridizo confidente, el único que sabía de su obra, y recordarle la obligación de cumplir con el sacramento para ayudar a un compañero de obra, un hermano.

No entendía que debía proseguir amparado en la impunidad de su silencio. No entendía que era una extensión de su brazo ejecutor. No entendía que Dios podía retirarle su gracia si insistía en detener su obra.

Mar Martínez

@marprojo

De 22 gramos. No está disponible en la vista previa.

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