Desconfianza
Vuelvo a sentir como se tambalea la tierra bajo mis pies. La irritante sensación de estar inmersa en la pesadilla que creí dejar atrás.
Los días han pasado con demasiada rapidez. Uno a uno, como el tormento de la gota, me han recordado, como un segundero del tiempo, que nunca escapé de esa realidad. He saltado fronteras, he corrido hasta la extenuación, he cerrado puertas con mil cerrojos; me he tapado las orejas para hacer oídos sordos a lo que ya sabía. Aquello de lo que huyes, siempre te persigue. Me armé de valentía y planté cara en un intento de sacar los arrestos éticos y morales para enfrentarme al futuro con valentía, y ahora, para mi desgracia, descubro que no sirvió de nada. Absolutamente de nada.
El mecanismo de la memoria, ese gran desconocido lleno de conexiones neuronales y terminaciones nerviosas, me ha vuelto a engañar. Solo fue un cortocircuito momentáneo que ha durado casi dos años maravillosos, y que ahora, después de enchufar los electrodos, me devuelve a la mujer que dejó pequeñas libretas llenas de testamentos desenchufados por las esquinas del alma, ¡si es que se le puede llamar alma a lo que bulle en la cabeza!
Una vez leí que la importancia del corazón reside en que bombea el oxígeno que nos da la vida. Pero más allá de eso, no es más que un trozo de carne y músculo que trabaja incansable; eso sí, no garantiza el triunfo o el fracaso. Solo nos da la posibilidad de existir.
Como decía, fue una época en la que todo se agrietaba bajo mis pies con forma de fracaso. Agujeros negros conocidos, pero inesperados, en los que caía con la facilidad del novato. Una época en la que descubrí que los que se llamaban amigos míos solo me utilizaban. Igual que se utiliza un vaso, un lápiz o un grifo; para llenarse, chorrear y difundir. Un descubrimiento tardío, porque nunca había experimentado la sensación, y mucho menos el doloroso pellizco que aceleraba y detenía el músculo a su libre albedrío.
Aún no me había recuperado de la decepción más grande de mi vida cuando, casi sin darme cuenta, he ido resbalando hasta recaer, o mejor dicho, caer literalmente de nuevo en el agujero. Esta vez me ha cogido con el arnés. Agarrada a la cuerda. Con el casco calado hasta las cejas. Todos necesitamos un confesor. Alguien a quien llorar o pedir consejo. Alguien en quien confiar. Y ahí es donde entra el terremoto. De nuevo, no soy más que un juguete en manos de otra decepción. Y diréis… A todos nos ha pasado…. Es normal…. Levántate y anda como Lázaro… No te quejes, que la vida es eso, una y otra vez… pelear…
No es tan fácil… Es inevitable. Adelanto las fosas nasales por instinto para oler la cobardía y el engaño. Afilo los ojos y miro dentro de los otros fijamente para descubrir sin polígrafos a quien le tiembla la voz, quien gira la cabeza o la inclina, quien la mueve de arriba abajo; a estos, les pregunto su nacionalidad, sabiendo de antemano, que en algunos lugares del mundo con ese gesto no siempre decimos que sí. Merodeo al acecho, y doy por hecho que no hay que bajar la guardia. El desamparo, la fragilidad o la tristeza me han vestido de legionario, pero no han evitado que bajo el silbido de las balas mire a los lados, desamparada, consciente de que ya no controlo la tierra ni sus temblores, que el arma puede encasquillarse y mi lengua trabarse, porque en el fondo siempre enarbolé en la punta la bandera blanca. Y en ese justo momento, en el fragor de la batalla, con los ojos inyectados en descarnada venganza, cuando el maremoto ha inundado mi lengua, deseo que, sabiendo lo que sé ahora, ojalá pudiera dominar el tiempo para volver atrás y engullirlos con mi palabra, ahora que controlo los impulsos y los tiempos. Ahora que algunas pesadillas vuelven, siento la impotencia de apretar en mis manos el arma y predicar en el desierto. Siento que no sé desfilar, no aprendí la marcha.
A veces, como en todas las guerras largas, se pierden batallas que nos parapetan en la trinchera, pero apretamos los dientes y la cincha a lomos del desamparo. Los envites soportan las sacudidas y agudizamos el oído del bombeo… Bum… Bum… Bum… Bum… Bum… Bum… Y aunque no son bombas ni balas, en ese instante pido al cielo que no me ciegue. Pido volver a olvidar, con esa amnesia que mantiene el bombeo, que no las bombas, a salvo. Le pido al latido de la vida que me desconecte de nuevo, porque hay guerras que jamás se olvidan. Porque hay perdidas que no se superan. Porque hay traiciones que te devoran cada vez que recuerdas. Porque es la interminable e incurable guerra contra la desconfianza.
Suplico con un movimiento casi imperceptible del párpado o del dedo, que me desconecten de nuevo la memoria para anidar como un parásito alimentado de la muerte cerebral del alma; la que habita perdida entre conexiones olvidadas en cuadernos arrinconados y que reviven el corazón con solo pisar la espoleta.
El soldado tiene órdenes precisas y claras; huir del enemigo, correr, y después de refugiarse en el agujero, salir de nuevo y correr, correr para olvidar, correr y no parar, y cuando recobre el aliento, alejarse; correr, correr, correr, caer en el agujero y salir, tropezar y correr, y después, seguir corriendo. Como el soldado, yo suplico a la carrera, mirando el cielo, perdida y sudorosa en este campo interminable de minas, que a ti, querida, la vida no te perdone, aunque ganes la guerra.