El misterio de la casa
Llevo días dándole vueltas a una idea disparatada. Quién me conoce, sabe por algunas experiencias de mi pasado que no me caracterizo por ser excesivamente valiente. Es más, diría que con los años , como los topos, me siento más cómoda entre las paredes de mi casa; a salvo de algunos recuerdos lejanos ,que muchos hoy, catalogarían como aterradores. Curiosamente coincidieron con etapas de mi vida en las que palabras como miedo o desconfianza ni siquiera existían.
¿Porqué iban a hacerme daño personas a las que yo no había hecho nada?
Ahora, al recordarlo, me avergüenzo de mi simpleza, de mi buen corazón e inocencia.
La maldad y la envidia existen, y no hay más. Igual que el amor o el odio se sienten o no se sienten, y no hay más.
Hasta ese momento me preocupaban mas los fenómenos invisibles que creía mas terroríficos. ¡Cómo si la maldad o la envidia se dejaran ver!
Después del fallecimiento de mi padre( mi madre hacía años que se había marchado dejando un vacío que él terminó por rellenar), decidí pasar unos días en nuestra casa de la playa para alejarme del dolor, (formalmente ya era mía aunque nunca lo he sentido así); me pareció el mejor de los lugares y mis amigos, el mejor de los grupos para ayudarme a paliar la tristeza que me invadía.
Yo dormía en el ático. Del techo ,con una aguda y peligrosa inclinación, se descolgaba un pequeño plafón anticuado y demasiado luminoso para el habitáculo. Si levantabas la cabeza olvidando donde estabas, el sonido hueco del tremendo coscorrón resonaba en la buhardilla como el parche batidor de un enorme bombo.
Una noche, mientras dormíamos, la luz del ático se encendió sin más. Desperté sobresaltada y recreando los días de juegos, como si jugara al Limbo, me retorcí con la postura imposible de quién esquiva una mina y me incorporé como pude con cuidado. Y digo como pude porque la cama , formada con los restos de un somier de muelles , con el paso de los años había adquirido la forma de un colador de malla fina, y para evitar que el desafortunado de turno se hundiera en el colchón que se había adaptado a su forma, como fue mi caso, sostenía sobre su armadura varios tablones de conglomerado en los que rebotaba a poco que realizara uno de los habituales giros para conciliar el sueño.
Descalza y de puntillas bajé los doce escalones que me separaban del piso anterior para sorprender al descuidado que había accionado por error el interruptor equivocado con el único propósito de devolverle, con intencionada mala uva, el susto. Para mi sorpresa, no había nadie. Todos dormían a pierna suelta. Despatarrados sobre otras camas de tortura , roncaban después del intenso y agotador día de playa. Bajé el tramo siguiente a sabiendas de que desde allí era imposible encender la luz del último piso, me cercioré de que todo estaba en orden y subí a toda prisa entre asustada y avergonzada de la semi desnudez que había pasado por alto.
¡Menos mal que no me encontré a nadie!
Lejos de ser un episodio aislado, al día siguiente, cuando por fin había logrado sumirme en un profundo sueño, me despertaron sobresaltados; no entendían como no me había desvelado ante el grito aterrador que los había desvelado. Después de la noche anterior en la que no conseguí conciliar el sueño, en mi cuerpo no cabía ni el susto.
Según me confirmaron, todos escucharon el grito espeluznante de un hombre. Mientras yo dormía, el resto , desde sus camas (otros potros de tortura similares), se preguntaban a viva voz:
¿Habéis oído el grito? ¿Estáis bien todos? ¿ Sabéis de donde viene?
La procedencia de la voz salida de ultratumba era todo un misterio. Esto lo supe más tarde, cuando descartaron que proviniera del ático ,y que yo , lejos de desmayarme, simplemente dormía como un tronco.
No encontraron ninguna explicación. Más allá de los límites de esas paredes nadie había escuchado nada. Al final sus simplonas cabezas vieron en aquel episodio el juego macabro de alguien que buscaba venganza después de mi reprimenda. Solo había una culpable y era yo.
La casa encalada, con una azotea que apunta al este, donde el sol despunta entre otras azoteas para elevarse como impulsado por los brazos de todos los que salimos a recibirlo, es una casa diferente. Años atrás, nos reímos al descubrir que en el descansillo de los dos primeros tramos, en una de las baldosas de mármol blanco, se podía ver algo que resultó ser el principio de una inscripción mortuoria. Una lápida puede que rota o descartada. Un boceto a lápiz con nombre y apellidos pero imposible de borrar.
¿Es que alguien puede arrepentirse de morir? Nos pareció un chiste macabro, y hasta lo bautizamos como nuestro amigo Carlitos. Al pobre le achacábamos cualquier desatino, error, olvido o sombra inexplicable.
Ahora que he aprendido a convivir con el silencio, ahora que la soledad solo cruje a veces en la ventana, gotea en el bajante sobre mi cabeza o chirría tras la puerta lejana; ahora que se arrastra la pata de un mueble en el techo o rasga el bolígrafo sobre el papel, ahora creo que estoy preparada para escuchar casi todo lo que no se ve.
Tengo el oído más acostumbrado, como el perro educado a reconocer: busca…busca…, toma el premio…Huele el miedo.
No me asusta lo que imagino, porque a veces da mas miedo lo que veo, escucho o leo. De todas formas, siempre puedo encontrar la solución: cerrar el libro o taparme los oídos mientras canturreo. Como dice el refrán, puede que espante el mal.
Llegado el momento puede que además tenga que cerrar los ojos, o tenga que atrancar la puerta con la mesita de noche o con la maleta.
La sugestión puede que dirija mis pensamientos, mis emociones o mis sentimientos; sin embargo, aún me revuelvo ante algo inexplicable que no comprendo; porqué sentí hace mucho tiempo los besos de mi madre aquella noche; porqué percibí el olor inconfundible de mi padre y de su maltrecho cuerpo. El olor a descontrol , a derrota , a despedida. Porqué el olor del recuerdo es mas intenso que la certeza de la compañía fantasmagórica que se paseó aquellos días entre escaleras, pasillos y quicios; porqué resultó tan reconfortante y a la vez tan siniestro.
¿ Y si vuelvo sola a la casa? Llevo días pensando, dándole vueltas a la idea de desafiar al fantasma de mis miedos. Esos que vuelven cada cierto tiempo para susurrarme “ríndete” y a los que yo contesto como mejor sé, levantando una escalera con las letras para enfrentarme a lo que me asusta y a lo que ahora sé que no perdí; porque en el fondo, solo pierdes lo que olvidas…
Aunque hay mucha venganza disfrazada de amable fantasma, y muchos miedos cobardes escondidos bajo las sábanas, sé lo que quiero y a lo que tengo miedo. El miedo es perder lo que mas se quiere, pero también convivir con el fantasma de la duda. El miedo es el enemigo mas traicionero, es la habitación a oscuras con la puerta entreabierta que chirría sin saber si dentro te esperará el abrazo que te abrigue con la misma piel o el fantasma que se alimentará de mi cobardía de nuevo. El miedo es estar viva y que no me veas, porque es casi igual que morir.
¿Cómo podré soportar verte dentro de otra piel? Será mejor alejarme como el fantasma y desaparecer. Mejor vagar como el invisible espectro haciendo el único ruido que se hacer; aporrear el teclado letra a letra para verte a través de las palabras, subiendo los peldaños hasta el ático donde se asoman los sueños, compartiendo la fantasía en ese mundo irreal junto a ellos, disfrutando del privilegio de imaginar que sigues siendo real, a pesar de que es en ese miedo donde se consumen los años y donde duele más la vida.
¡Qué difícil es lo que siento! Tu vida es otra y la mía va a destiempo. Aunque no lo sepas, nos encontramos muchas veces sin vernos, mientras duermo.