El viaje sin retorno
Desde el mismo momento en el que subió al tren de alta velocidad supo que algo no encajaba. Se encaminaba al andén, escoltada por cinco hombres; cuidada por cuatro que se esmeraban en protegerla. Se percató de la mirada curiosa de algunos y también de la envidiosa de algunas. Una muchacha morena y bien parecida los observaba con atención desde lejos. Al pasar junto a ella sonrió pícaramente:
—No seas egoísta. ¿Cinco para ti? ¡ Qué suerte tienes!
— Todos para mí–contestó devolviéndole la sonrisa y el guiño.
Novata en trenes de última generación, se extrañó ante la ausencia de raíles y la forma aerodinámica de aquel artefacto. El documento que portaba en la mano la arrastraba sin saber porqué hasta un vagón diferente al resto del grupo.
Por suerte, un compañero se ofreció a acompañarla hasta su destino más próximo, la celda de confinamiento al final del extraño tubo, junto a una desconocida mujer rubia que se afanaba en teclear en un portátil también de última generación.
Entre perpleja y aterrorizada contempló como el único ser conocido se alejaba desde el vagón número 3 hasta el 7. Un espacio abismal y abisal ahora que al tren lo engullía la oscuridad.
Había anochecido. Intentaba mirar por la ventana, pero el reflejo le devolvía el rostro demacrado y ojeroso después de un fin de semana maratoniano.
Dos viajes en ave, un paseo turístico por el atestado centro histórico de la capital , naturalmente tumultuoso en esas fechas navideñas, y cómo no, la protagonista; una «Carrera de las Empresas» en un desapacible fin de semana frío y nublado.
El viaje se hacia eterno. Miró de reojo a la mujer, concentrada y ajena a las tribulaciones de una extraña más. Ella luchaba contra la luz tenue del vagón, su traqueteo armónico y arrullador, y el tamborilear suave y rítmico de los dedos de su compañera de asiento. Los párpados amenazaban con desobedecerla y caer ,y ella, con rendirse.
«Voy a despejarme», se dijo convencida. Se colgó el bolso y caminó en busca del aseo. Aquella fue la decisión más descabellada; pensar que el bofetón de realidad había obrado el milagro de transformarla en alguien diferente.
Las pequeñas puertas automáticas se abrieron a su paso. Miró a derecha e izquierda y sólo vio unas estanterías metálicas repletas de trollies de gran tamaño apiladas a los lados, pero del baño, ni rastro…
Continuó caminando atravesando puertas y puertas, trollies y más trollies; y en el camino, dejaba atrás algún joven en el espacio reservado entre vagones desentumeciendo el cuerpo y la boca a golpe de conversación telefónica.
Después de la última invitación de una de las puertas acristaladas los nervios hicieron acto de presencia. ¿Por dónde había venido? ¿En qué vagón estaba? ¿Dónde estaban sus amigos?
¡Quién iba a creerla!, perdida en un tren, ¡Qué cosa tan ridícula!
Comenzaba el camino de vuelta cuando un joven surgió de la nada por la esquina de una pared metálica. ¡ Magia! Una curva que se integraba perfectamente en la esquina de la estructura. ¡Era el baño! Un minúsculo habitáculo con un váter que expulsaba líquido azul sobre bolas de papel higiénico.
Con el bolso colgado y la mano forzada a sujetar el pestillo roto aprovechó para miccionar en equilibrio. ¡Había superado el primer escollo por fin!, ahora, solo quedaba regresar.
Continuó el trayecto interminable, como la historia. Anduvo arriba y abajo, una y otra vez. Arriba y abajo buscando el hueco con su nombre. Pasaban los minutos y ella proseguía la búsqueda. Comenzó a sentir terror. Algunos pasajeros levantaban ya la cabeza a su paso. El rostro demacrado que le devolvía el reflejo podía pasar por el de la Zombi de una película de terror. El cuerpo se balanceaba presa del nerviosismo y la cabeza se movía rítmicamente de derecha a izquierda en busca de su chaqueta negra de piel. Una y otra vez, arriba y abajo…arriba y abajo…
Iba a traspasar otra puerta más cuando la voz de una mujer la detuvo:
—Perdona, creo que te has perdido. Estás sentada aquí, conmigo…
Las piernas le temblaron más que en esa carrera por las calles de Madrid, cuesta arriba, rodeada de frío y desconocidos cuando se desplomó conteniendo las ganas de llorar. La mujer sonrió y continuó tecleando mientras se aferraba al bolso con desesperación, como si fuera el gastado y viejo osito azul de peluche que la acompañaba en las noches de soledades y dudas.
La mujer la buscaba a ratos con la mirada, de reojo; el bulto negro permanecía agazapado en el asiento, acobardado y tembloroso, como un pequeño pajarito caído del nido, y ella tuviera la obligación de consolarlo con su media sonrisa; sintiéndose en parte un poco responsable del polluelo desvalido.
Consiguió perderse en sus pensamientos. En su ridícula inocencia que culminaba con el episodio de un viaje en tren que le recordaba el `de las brujas´, en la frase «no te preocupes que yo te cuidaré», en el teléfono mudo, en la soledad de aquel vagón repleto, en los caballeros de la tabla redonda ,que sin recordar sus nombres, acudían prestos a su rescate. Casi había recuperado el color cuando el altavoz anunció una parada. Se levantó diligente y resopló aliviada. La atareada mujer ,que se había despistado, la frenó en seco justo en el momento en que se ponía la chaqueta:
—Me dijiste que ibas a Sevilla.
—Sí.
—No hemos llegado, esto es Córdoba…
Meneó la cabeza desesperada. Le había tocado el premio gordo.
Sonó el móvil. Un compañero le escribía: «ha quedado un asiento libre junto al grupo». Después de la parada cordobesa volvía al redil. Resopló aliviada.
A los pocos minutos, cuatro caballeros, altos y más apuestos que nunca, acudían a su rescate. Recogían su maleta y la escoltaban como en la estación. El escudero esperaba en la retaguardia.
Por fin, arropada de compañerismo y compañía le mostraban el camino de la salvación.
—Gracias, de verdad. Gracias. Gracias por todo. Y perdone… soy muy despistada…–repetía sin cesar, con un exceso de agradecimiento que sus compañeros no entendían.
—Ya, ya… –contestó aliviada.
El polluelo emprendía el vuelo.
—Gracias…gracias…
Fue lo único que acertó a decir. La mujer apretó los labios y después de mirar cara a cara sus ojos vidriosos , contestó con un «de nada» entre cómplice y emocionado.
El resto del viaje transcurrió a toda prisa; entre risas y anécdotas. Por suerte, nadie había sido testigo del otro bochornoso viaje que había prolongado su carrera seis kilómetros más entre vagón y vagón , arriba y abajo; abajo y arriba…
Mientras, el escudero permanecía absorto en su teléfono, en silencio, ajeno a la conversación y al grupo, con el pensamiento tan lejos como su cuerpo, sentado a miles de kilómetros de allí.
Tras la aterradora experiencia, la de sentirse sola real y físicamente, sonrió pensando que nada es lo que parece. La había cuidado una desconocida sin nombre, rubia, de voz aterciopelada y dedos ágiles ; con la sensibilidad suficiente como para levantar la mirada del cristal y leer la preocupación en sus ojos; le había demostrado que mas allá de las palabras, sin buscar nada a cambio, las obras, siendo una desconocida, eran amores, y no unas buenas razones interesadas.
La verdad es que más que aprender solo tuvo que recordar las palabras del soldado anónimo que la había prevenido del desastre:
«La infantería española nunca retrocede; da media vuelta y sigue avanzando.»
Y eso hizo ella…