La casa de cristal
Ayer vi la película La casa de cristal. Narraba la vida de la periodista y escritora estadounidense, Jeanette Walls. Según anunciaba, estaba basada en hechos reales.
Desde el primer momento me impactó esa forma de querer tan absorbente y dañina. El espeluznante abismo entre la credulidad de la niñez y los sueños empapados de alcohol de un padre que intenta enseñar, desde su convencimiento, los principios que aplica a rajatabla en su vida y, sin embargo, monta en la barca de la deriva a sus vástagos y los empuja en medio de un mar de dudas y desatención.
Pensé lo fácil que resulta engañarse a uno mismo y lo difícil que es engañar a los demás. Pensé lo difícil que es querer bien, y cómo las experiencias de una vida pueden marcar para siempre la percepción de la misma vivencia; y cómo las inseguridades o las enseñanzas que arrastramos desde el principio de nuestra búsqueda conforman el éxito o el fracaso de la experiencia. Todos somos una isla y todo le va dando forma. Todos estamos rodeados de un mar profundo y cambiante, a merced de las mareas, resacas y remolinos. Y todos, absolutamente todos, nos agarramos como podemos, con uñas y dientes al fondo que ese mar.
Pensé lo difícil que es que nos quieran bien, o incluso igual.
En algunas islas brilla la arena fina y caliente, las palmeras rebosantes de cocos, las rocas resbaladizas atestadas de cangrejos, las colinas verdes, la estampa desértica de caracolas que se esconden del viento al abrigo de la arena porque no tienen a quien cantar; pero en todas, absolutamente en todas, vamos dejando en la arena un poquito de nosotros. Pequeños restos que se deshacen en minúsculos granos y van conformando una isla llena de aciertos, equivocaciones y equívocos. Lo único que las diferencia, es el grosor y el color de la arena; es lo que hacemos con los fragmentos de esa casa de cristal que hemos intentado construir a lo largo de nuestra vida. Algunos lo consiguen, y la casa reluce y trasluce un interior diáfano, limpio e iluminado. Los que no saben cómo hacerlo, culpan a las conchas y a los cantos, a las mareas, al viento, a las esquirlas afiladas; a cualquier cosa que les haga olvidar que son incapaces de caminar descalzos y avanzar en contra de la propia adversidad.
Pensé que es incluso peor que no nos quieran bien. No se puede construir destruyendo. El sol no puede reflejarse en la arena teñida con la sangre de los cristales que pisamos. No. No es bueno que nos quieran mal. Es incluso peor. No es bueno dejar que la playa se llene de restos de basura ni de intentos desmoronados. No es bueno rodear la isla de arrecifes ni dejarse cegar por el rencor de un sol traicionero.
De niños construimos castillos de arena, con sus almenas y ventanas, sus fosos e incluso sus árboles, pero llega un día en que debemos saber transformar esa arena y esos castillos de cristal en algo más. Hay que levantarse y pelear a riesgo de pisar los sueños. Hay que levantarse y caminar. Hay que caminar y avanzar construyendo puentes con esas piedras.¿Verdad que es difícil que nos quieran bien? ¿Verdad que es difícil querer bien ?Sin destripar el final de la película, diré que cuando nos amamos o hemos amado de verdad, por encima de las barreras y de los complejos, solo debería quedar lo bueno. Solo deberíamos recordar el murmullo de las olas y la brisa cálida. Si no es así, hay que dinamitar los puentes, levantar murallas, romper la brújula y salir corriendo. En esas playas lo único que encontrarás es lo que dejaste atrás hace mucho tiempo. Al niño malcriado y caprichoso que todos llevamos dentro, que se tira al suelo y patalea a riesgo de destrozar su propio castillo; al niño vengativo que agarra las afiladas esquirlas de la casa de cristal y apuñala con sus complejos; al niño resabiado que cuchichea y se ríe a tus espaldas, al niño que en su delirio, planea venganza donde no había nada que resarcir, porque el agravio se retroalimenta de la propia sed; al niño que antepone sus ganas de herir, sin comprender que, como en una boda de sangre, las heridas infligidas a otros, como las olas, las mareas o las estaciones, con el tiempo se vuelven contra uno mismo, porque el mar todo lo devuelve. Por eso, quiere bien y deja que te quieran bien. Aléjate de la duda y la desatención. Aléjate de la desconfianza, aléjate y perdona. Y como dijo Moira en El cuento de la criada (Margaret Atwood), “uno no puede evitar lo que siente, pero puede reparar sus actos”. Y precisamente por eso, al final de la película, se agarró a mi garganta un tremendo nudo de tristeza y de alegría. Me liberé de las amarras y mi barca zarpó con el viento a favor, la vela henchida y la mar en calma. Pensé lo triste que era haber remado a destiempo. Pensé que aunque construyera un castillo nuevo nunca sería igual. Pensé que “hay amores que matan, pero que nunca mueren” porque son amores inocentes, y esos amores son los más verdaderos, los que se expresan sin artificio y se dejan llevar sin miedo.
Lloré despacio, como suelo llorar cuando una película me atrapa el alma. Permanecí un rato sentada y dejé que el agua corriera a su ritmo mientras me vaciaba al mío, y al final, sonreí al reconocerme en paz conmigo y con mi nostalgia. En paz con mi pasado y con los puentes que, al final y muy a mi pesar, he dinamitado; en paz con los que he tendido y con los que elevo sobre el foso de mi castillo. Es tan difícil que nos quieran bien, es tan difícil querer bien, es tan difícil que nos queramos igual…¿Quién puede pesar el cariño? ¿Quién es dueño de todos sus sentimientos? ¿Quién no se ha sentido alguna vez mal amado? Se puede empezar lejos de todo. Se puede y se debe empezar de nuevo. Se debe recordar lo bueno sin la amnesia de la realidad incurable.
Hay películas que son lecciones de vida y espejos del alma. Y tú, mi querida Jeanette, me has enseñado el reflejo de lo que soy, porque el final de la película era como mi orilla, y yo, como mi playa.
Frente al mar, de Octavio Paz
¿La ola no tiene forma?
En un instante se esculpe
y en otro se desmorona
en la que emerge, redonda.
Su movimiento es su forma.
Las olas se retiran
¿ancas, espaldas, nucas?
pero vuelven las olas
¿pechos, bocas, espumas?
Muere de sed el mar.
Se retuerce, sin nadie,
en su lecho de rocas.
Muere de sed de aire.