Las uvas de la ira
Si pensaba que la novela Las uvas de la ira de John Steinbeck se limitaba al desarrollo de los artículos periodísticos publicados en The San Francisco News sobre las consecuencias de la gran depresión americana, estaba equivocada. Nadie cuenta mejor la historia que aquel que la ha vivido. El resultado es esta obra maestra, premio Pulitzer en 1940.
Ese algo más va más allá del rechazo de otros americanos, que con una palabra tan similar a okey (todo correcto), okies, muestran el desacuerdo, el desprecio, el odio visceral y los prejuicios a unos migrantes que son sus conciudadanos. La gran mayoría procedente de Oklahoma, pero también de Kansas y Texas, son expulsados de algo más que sus tierras, porque son sus raíces resecas las que se ahogan bajo los terrenos agotados y condenados de antemano por la sequía; y son las nubes de polvo imposibles de controlar las mismas que les ciegan. No ven o no saben ver que la fe y la esperanza, que mueve montañas y no necesita de pruebas, también mueve la desesperación en camiones destartalados que salen y entran de la carretera, y con ellos, los personajes que dibujan a lo largo del libro un mapa con la misma historia y con el mismo destino. Familias agotadas, empobrecidas, arrastradas hasta el límite, pero dignas y orgullosas de esas raíces secas que se agarran al corazón para proteger lo único que les queda; la dignidad y los principios inquebrantables de la familia.
Duele la resignación con la que afrontan las desgracias, la cruda descripción de la muerte de una de sus mascotas y la frialdad de los niños mientras contemplan el manojo de las tripas desparramadas. Duele la aparente simpleza con la que se enfrentan a los desastres, la naturalidad con la que se recubren, como los animales, bajo la capa de sudor y de ese polvo para protegerse de las miradas recelosas. Duele la dureza de sus ropas, que como caparazones, les revisten de la armadura con la que soportar las calamidades.
Los principios y los valores, y también el amor, luchan por sobrevivir bajo una manta de estrellas a lo largo de miles de millas bajo el sol abrasador y el hacinamiento. Y la familia es cualquiera con la que compartir un poco de tocino o un vaso de agua. La familia no tiene nombre: madre, abuela, padre…, qué más da. Todos podrían ser cualquiera.
Todos hablan con los silencios, respetando el lugar asignado en la comunidad, en el espacio que incluso en cuclillas les pertenece; con monosílabos y con monólogos, predicando en voz alta en ese desierto que es la antesala del paraíso imaginario; y que como casi todos, no son más que el producto de la esperanza desesperada, para pedir al legítimo juez, el grupo, la absolución con la que esperan que el amén les libere de los fantasmas y las dudas que sobrecargan el camión de miedos y resentimientos.
Y leyendo los sinceros diálogos y las magistrales descripciones, te llega a picar el cuerpo y a rugir el estómago como el motor del viejo Dodge que, sin querer, empujo deseosa de ayudarles a llegar al final del calvario de tanto Juan Nadie; pero a la vez, ansiosa de acurrucarme junto a Tom o Al para seguir disfrutando del viaje. Porque hay libros que se beben aprisa, atragantados, en los que solo importa el desenlace; en otros, cuando sales a la carretera, lees despacio, no aceleras el viejo motor; es más, miras por la ventana el paisaje que dejaste atrás; sabes, que al margen de la sed o del cansancio, disfrutarás del viaje.
Este es un libro cargado de verdad, de miseria y egoísmo. De abuso, de esclavitud blanca, de vidas perdidas, de colaboración y empatía, de miedos y lucha. De supervivencia. Un libro magistral que detalla página a página las vicisitudes del día a día de miles de familias durante la gran depresión americana, y que describe tan fielmente la realidad que sobra la imaginación; y eso es precisamente lo que sobra al final, porque no se necesita más que una mirada, un monosílabo, una frase, para resumir y describir de una manera impactante e inesperada la historia, «tienes que hacerlo».,