Mi primera novela
No soy muy amiga de ambigüedades. Después de comprobar los estragos que provoca las distintas interpretaciones del lenguaje o los comportamientos que no definen claramente sus actitudes, ese «sí, pero no» que en el fondo esconde la estrategia de la confusión, (porque siempre deja puertas abiertas a los que manipulan y aprovechan esa incertidumbre en su propio beneficio) decidí lanzarme a escribir una historia de amor directa y humana. Puede parecer un argumento manido y simplón, pero quiero recordar que el amor se manifiesta de una manera única y personal, y el sentido de esa manifestación es tan diferente como las personas que lo experimentan.
A lo largo de la historia, la expresión del amor ha sido y es evidente; a través de la pintura, la música, la danza, o cualquiera de los diferentes movimientos y disciplinas artísticas. A partir del Renacimiento amplió su clasificación, desarrollando la figura del artista como tal y dividiendo la actividad en los siete artes que hoy conocemos (El séptimo arte lo introdujo Riccioto Canudo, poeta, escritor y critico de cine, que la incluyó en su obra «Manifiesto de las Siete Artes» en 1911).
Estos son:
1º La arquitectura
2º La escultura
3º La pintura
4º La música
5º La literatura y poesía
6º La danza
7º El cine
¿Quién no ha experimentado una sensación cercana al amor en algún lugar, con una canción, una película, un libro o una imagen, que nos recordara a una persona o una situación especial? ¡Incluso al mirar a un burro!
Dentro de la literatura (5º), ya en el siglo IV a. C. el griego Aristóteles clasificó los géneros literarios en tres:
• Narrativo.
• Lírico.
• Dramático.
A esta clasificación, que incluye a su vez subgéneros, habría que añadir el género épico o el didáctico, por ejemplo. Pues bien, de todos ellos, ¿conocéis alguno que no utilice el amor como base, como referencia o como hilo conductor de una historia? Incluso las novelas históricas o aquellas basadas en hechos reales en las que se mezcla la triste realidad de una guerra, incluyen una historia de amor. Y cuando hablo de amor me refiero al sentimiento en el más amplio sentido de la palabra. Pondré el ejemplo de la última novela que he leído de Arturo Pérez Reverte, «El Italiano». Se desarrolla durante la Segunda II guerra mundial en Gibraltar. Cuenta la historia de un grupo de submarinistas italianos cuya labor era hundir los barcos ingleses a lomos de torpedos adaptados a las aguas poco profundas de la bahía. Y es que el amor, también hay que pelearlo,
Sería imposible hacer una recopilación de los libros que tocan el tema:
Bodas de sangre (Federico García Lorca), Cumbres Borrascosas (Emily Brontë), Lo que el viento se llevó (Margaret Mitchell), El amor en tiempos de cólera (Gabriel García Márquez), El doctor Zhivago (Borías Pasternak), Madame Bovary (Gustabe Flaubert), Ana Karenina (Leon Tolstoi), Como agua para chocolate (Laura Esquivel), El paciente Inglés (Michael Ondaatje), Ogullo y prejuicio (Jane Austen), Jane Eyre (Charlotte Brontë), Al sur de la frontera (Haruki Murakami), El cuaderno de Noah (Nicholas Sparks), Travesuras de la niña mala (Gabriel García Márquez), A tres metros sobre el cielo (Federico Moccia), El gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald), Memorias de África (Isak Dinesen), La vieja sirena (José Luis Sampedro), Romeo y Julieta(William Shakespeare) y podría seguir y seguir…
Pero no hemos inventado nada. La literatura clásica está llena de historias de amor. La mitología, la literatura Griega, nos deja ejemplos que reproducen los dramas cotidianos: celos, lealtad a la mujer amada incluso después de su muerte, venganzas o confesiones imprudentes, como en los casos de Cupido y Psique, historias como las de Orfeo y Eurídice, Acis y Galatea, Apolo y Dafne, Jasón y Medea, Dédalo e Ícaro en la conquista del Vellocino de Oro, Edipo y Yocasta, Zeus y Hera, Hades y Perséfone, Paris y Helena, Ares y Afrodita, Clitemmestra y Agamenón, y podría seguir y seguir…
Ahora que os habéis saltado las enumeraciones, retomo el motivo que me llevó a escribir mi primera novela publicada. Y digo bien, porque la primera novela la terminé hace tiempo, pero por diversos motivos (fundamentalmente técnicos), he aparcado el proyecto hasta que consiga encajar todos los datos en el lugar exacto que les corresponde. Soy excesivamente autocrítica y nunca encuentro ese punto en el que me cuadra la ecuación de Arturo Pérez Reverte:
Libros leídos (+) Vida vivida (+) Imaginación (=) Material.
Material (+) Talento (+) Adiestramiento técnico (=) Novela.
Novela (+/-) Suerte (+/-) Lectores (=) Éxito/fracaso.
Evidentemente, ni que decir tiene que es imposible que me «cuadre» nada, pero tampoco que me «triangule». La fórmula magistral no depende de buscar los ingredientes, ni siquiera de que te regalen algunos; la piedra filosofal se esconde dentro. Es una sustancia legendaria que es capaz de convertir las palabras en sentimientos vivos, de despertar emociones, de trasladarte más allá de la realidad con solo desplazar los ojos sobre las líneas. Para los que tienen el privilegio de acertar con esa combinación de palabras, con la formula exacta, consiguen lo imposible; transformar la piedra roja y brillante que todos llevamos dentro en un corazón cálido que bombea vida.
El concepto de éxito o fracaso es tan relativo como «la suerte del principiante». Y es que en la ecuación falta un ingrediente, la valentía. El aprendiz desconoce el miedo, y por esa misma razón se arriesga aunque le hagan daño.
El camino de autoaprendizaje requiere de tiempo, adiestramiento técnico, prudencia y grandes dosis de modestia, pero en algunos momentos se ha cruzado la mordaz autocrítica, que me susurra al oído que no es un tema «serio».
Sin embargo, yo me pregunto ¿Qué hay más serio que aquello que mueve la vida desde el principio de los tiempos? Todos entendemos la frase «me han roto el corazón», y algunos hemos vivido en primera persona como se desangraba. Por desgracia, el mío necesitaba respirar, salir a pasear por la rivera del río y por la orilla de la playa, para dar voz a tantos y tantas que han vivido aprisionados en los recuerdos de una vida complicada; pero por favor, no caigáis en el tópico de identificar la obra con la vida del autor; en ese caso, cuando retome y publique el trabajo que dejé aparcado, ¡el susto puede ser descomunal! Algunos, ya cometieron el error con el libro de relatos cortos «22 gramos».
Escribir un libro de amor para mí era un reto. Por eso, mi primera novela es un libro de amor en el más amplio sentido de la palabra. Solo eso y nada más que eso. De amor físico, de amor visual, de abrazos de hierro, de nudos del corazón, de lágrimas saladas, de deseo y de miedo a desear; de reflexión en general. Es un libro para sentir y emocionarse, para revivir momentos universales, para identificarnos con sensaciones carnales, para sentirnos humanos y hasta avergonzados.
Como dijo Truman Capote:«[…] después de leerla, ¿puedes imaginarla de manera diferente, o bien silencia a tu imaginación y te parece absoluta y final? De la misma manera que una naranja es algo definitivo. De la misma manera como una naranja es algo que la naturaleza ha hecho simplemente bien».
Estará en vuestras manos cuando logre que mi naranja huela a primavera y al azahar de mi ciudad, pero sobre todo, cuando con sus errores y defectos, (porque las naranjas que adornan las calles de mi ciudad son amargas) sepa que lo que he escrito, es verdad. Cuando cada gajo os explote en la boca con el sabor fresco que rememore algún momento de la vida vivida, imaginada o la oculta, porque en el fondo, creo que nadie dice toda la verdad. Y los que la decimos, estamos abocados al fracaso de antemano. Como dijo Mario Benedetti, «la sinceridad siempre nos llevará a odiarnos un poco, pero es necesaria…»
A veces escribo una palabra o una frase en uno de mis cuadernos caóticos y desordenados y lo dejo ahí: a veces olvidado, a veces madurando como la naranja, y a veces solo es el fruto del desahogo o de una experiencia amarga. A veces la desolación es el símbolo de «la segunda muerte» y solo me inspira destrucción. A veces pasan meses hasta que releo lo escrito y me parece un desastre y lo descarto, y otras no hace falta recordar las palabras porque su cáscara ya se han grabado a fuego en mi cabeza y en el corazón.
Como dijo García de Palacio en 1583, con los tres ingredientes se puede hacer pólvora:
«Para hacer pólvora limpia de gran potencia y calidad, recomienda hacer carbón con cáscaras de naranja: echadas las cáscaras en una olla nueva y muy tapada, se pondrá al fuego hasta que se encienda y ponga como brasa, que entonces las cáscaras estarán hechas carbón, del cual se tomará una libra y siete de salitre y once onzas de azufre».
Esas son las ideas que forman o formaran parte de mi experiencia escrita. Las que permanecen a pesar del tiempo y consiguen superar las tres máximas. Imaginación, experiencia y libros leídos.
Nada mejor que el amor para expresar sentimientos. Pero ese amor en el que la responsabilidad afectiva pasa por dejar todas las cosas claras, y pasa por aclarar las dudas internas del corazón. El amor egoísta de caricias, ávido de besos, cómplice en una sola dirección. El amor real, el descarnado, el conforme, el ardiente, el vengativo y el entregado. El amor que da la espalda y se deja caer en los brazos de la confianza, el amor que despierta al cerebro y libera la química, el que corre por el torrente sanguíneo, el que dilata la pupila… El amor intangible, entre líneas, pero transparente y claro…
Al escribir este libro he sobrepasado los límites de la timidez, y he experimentado el pudor de compartir lo que imaginaba. Momentos de intimidad fantasiosa, equívocos, deseos incumplidos o anhelos imposibles. Aunque sé por experiencia, que lo simple puede ser perfecto, y lo perfecto es tan variable como los ojos que leen ¿Lo vivido, lo imaginado, lo secreto o lo esperado? ¿Lo natural y humano? ¿Lo corriente o lo extraordinario? ¿Lo silenciado?
Dejaré que cada uno saque su propia conclusión. A fin de cuentas, como ya dije, hay tantos tipos de amor que cada idea puede servir de fundamento al pensamiento de cada lector. Un libro puede ser muchos libros, y en este, hablo de algo tan cotidiano, que nos rodea a todas horas, en todas sus expresiones, incluso cuando creíamos estar a salvo, cuando creíamos haber superado el embotamiento de la razón.