Poner en orden
Vivimos con el menú aprendido; en un mundo en el que las frases estereotipadas nos llevan entre muletas hasta el mismo cajón desastre, y aún sabiendo de la mortalidad y la fugacidad de la vida, sufrimos con las tontunas y somos capaces de reírnos, llegado el momento, de la mortalidad. Incluso el refranero nos recuerda con cierto humor que, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.
Todo nos recuerda lo efímero del sufrimiento. Convivimos repitiendo los mismos clichés que días antes habíamos criticado, y al final, “entre todos la mataron y ella sola se murió”.En el fondo, vivimos en el desorden porque preferimos obviar lo que sabemos; nos llegará la hora y no hay más. Un buen día te levantas como siempre, pero el destino te tiene preparada una sorpresa. El reloj se ha parado en la duda. Si, pero no. Es posible, quizás, puede ser, a lo mejor…, todo te lleva a lo mismo; la incertidumbre del mañana. Miras alrededor y solo hay hilos sueltos, silencios inútiles, cosas y más cosas. Demasiadas cosas acumuladas por un síndrome de Diógenes emocional y físico realmente agotador, incluso para los que estamos acostumbrados a cargar con una mochila que pesa demasiado, porque al vivir con la intensidad de saborear con pasión cada instante, cada experiencia, no desperdiciamos nada; las guardamos todas con mimo en la mochila, y con el tiempo, extenuados, nos vemos obligados a parar. Cientos de pesadas hojas, que como las tablas de Moisés, vomitamos para dar salida al desahogo sanador. Cajas llenas de naderías, pero que para nosotros, esconden la raíz de una velada inigualable, un olor, el tacto casual de unos dedos, el roce inesperado del brazo o la rodilla, el calor de un hombro expectante y desconfiado; la mirada robada entre el gentío ajeno, la caricia húmeda de la lengua incontenible, desbordada por el misterio de la noche, despertando un corazón reticente y acobardado. Raíces que con los años han crecido agarrándose a la garganta del recuerdo estremecedor. Y todo, absolutamente todo, va llenando la maleta que no cierra. Rebosa de vivencias, de porqués, de arrepentimientos, de conversaciones pendientes. Lo peor es romper, borrar; saber que ese objeto, ese texto, esa frase, perderá el sentido, o seguramente, lo habrá perdido ya, y se habrá quedado en el camino, aunque nos resistamos a liberar el peso, porque al soltarlo puede que nos ahogue su pérdida, como una soga.
Lo peor es mirar el reloj y saber que no podemos dar marcha atrás, y lo NO vivido formará para siempre parte de lo pendiente. Arrepentirse no es un consuelo, y perdonar no es olvidar. Se perdona a quién se ama, por eso llevo muescas en la culata de la pistola, y cargo balas de fogueo.
Hay otros que disfrutan con el mal. La envidia los hunde poco a poco; nunca serán tan deleznables como los que se sentaron a ver como pisoteaban la inocencia con la indiferente maldad dibujada en la puerta de su corazón. Por desgracia, no he conseguido olvidar a aquellos que grabaron con látigos de nueve puntas mi espalda y mi alma con las cicatrices más profundas, porque a pesar de mi desastrosa memoria, conservo la habilidad, como cuando estudiaba, de visualizar el instante como el negativo de una fotografía antigua; esa en la que tenían que mantener la postura inmóvil, en la misma posición durante el tiempo de exposición, sin esbozar la sonrisa de la locura para que se revelara la imagen nítida. Yo, no puedo evitarlo. Cuando creo que el peso del recuerdo se escabulle de la carga del pasado, se repite en cualquier parte tu nombre. Y sonrío, y otras veces rio abiertamente ante la macabra coincidencia. En ese momento, pienso si algún día dirán de mí que estaba loca, loca de atar, loca por cargar con el peso como una penitencia que no merece perdón.
El recuerdo de la fotografía solemne, cargada de profundidad y poesía, casi victoriana, como posando para un cuadro, es más real que mantener la complicada imagen, risueña y sociable, durante horas, o durante toda la vida…
Con el tiempo, la memoria selecciona al azar flashes, momentos, instantes, días, noches en vela, jornadas inolvidables, intentos fallidos, tantas cosas aparentemente inútiles que, sin embargo, han marcado de alguna manera lo que somos; solo son la punta del iceberg de una vida. Lo que navega bajo el mar, a la deriva, es la misma vida. La que nos maneja a su antojo a pesar de que te agarras con uñas y dientes a los escollos, a los corales, a las rocas sumergidas, consciente de que aunque nada depende de ti, nunca dejarás de luchar. Jamás renegarás de la posibilidad de intentarlo una vez más, a pesar de que es imposible poner orden a la vida. La vida es caos, sorpresa, es hoy, eres tú y la interminable cadena de cosas que acumulamos. Cosas, cosas, cientos de rincones y bolsas. Cajas y cajas. Fotografías y dibujos. Libros y libros. Bolsas olvidadas en los altillos. Pedazos de vida. Flashes de fotografías instantáneas, como las de la Polaroid, solemnes, taciturnas, inquietantes.
Por fin, consigo encontrar la calma que me había abandonado. Me rindo. Cesa la inquietud. El reloj por fin se mueve al compás del tiempo. Todo lo que soy y me representa es el conjunto de las cosas: los trastos, los papeles, el desorden y el caos. Es lo que ves. Es lo que lees. Es lo que soy. Un pequeño universo a la espera de ser descubierto. Un mundo loco, loco, que sacará una sonrisa a cualquiera que escarbe en mi pasado. Por eso, para los que construimos el presente sin olvidar los cimientos del pasado, es imposible poner orden. Es imposible cerrar capítulos en un libro inacabado. Es imposible almacenar la vida en un pequeño y profundo trastero encalado. Un sepulcro de trastos que me recuerda que aquello que grabé en los corazones a golpe de cincel, quedará en la memoria, y seguramente, eso sea lo único que merezca la pena ser salvado.