No me quise ir
En algún momento muchos hemos creído morir. La muerte de un ser querido, irremplazable e imprescindible, la traición de un amor, la soledad…
El dolor llega a ser tan grande, la decepción tan profunda, la mentira tan cruel, que una parte de nosotros muere. Amputamos el miembro afectado cuando la pérdida es insoportable, o la ponemos en cabestrillo con la esperanza de que las punzadas remitan con el paso de la vida. En el fondo, sabemos que algo aislado malvive en nuestro interior, herido de muerte. Un compartimento insensibilizado, que sin saberlo, ya nos ha transformado para siempre.
La pena a veces se agita y se rebela, y como el polvo, nos enturbia inesperadamente. Una fotografía, un libro, una canción; el olor de un perfume, el de vida en sí…
La frase de la actriz Verónica Forqué, ahora que las redes se duelen y solidarizan con la debilidad de muchos, me dejó boquiabierta:
«La vida es una mierda». No por la frase en sí, sino porque sus labios la pronunciaron con hastío, con convencimiento, con el agotamiento de las palabras rendidas, con la mirada vacía. Otro trozo perdido, sesgado en algún momento, tiraba de sus pómulos y tensaba aún más la sonrisa de un alma mutilada.
Dicen que no supimos ver el grito de auxilio, su llamada desesperada. No necesitábamos suponer, ni leer entre líneas; ella pronunciaba con calma la derrota, explicaba el porqué de su caída. Cómo había perdido la valentía para levantarse cada día a correr o caminar por esta noria que desgasta hasta la extenuación.
Y es en ese momento, ese instante, en el que rodeada de todos los artilugios que la derrota puso a su disposición, en el que la mente o el corazón, decidieron si amputar el miembro infectado para no contagiarse aún más de la desgana y el cansancio, o sellar el pozo profundo de la desesperación para evitar caer siquiera por despiste.
La enfermedad del alma requiere de valentía, y el antibiótico habita en cualquier parte. Tras la puerta de un vecino, tras los ojos de un compañero de juegos, en los brazos de un amigo, tras los brazos de la comprensión, pero sobre todo de los entendidos. Porque el alma es una gran desconocida. Se esconde de telescopios y sondas a millones de años luz, y no necesita de lenguajes ni ciencia, es capaz de entenderse en la mirada, en un beso; pero otras, navega libre entre las galaxias porque creció herida.
Y llega un momento en el que con tanta amputación no queda nada de ella; malvive el despojo de lo que era.
Y llega ese momento en el que no se reconoce, y en ese instante en el que mira su interior y no se encuentra, puede que se preguntara… ¿Para qué vivir?
Y en ese maldito segundo quita la tapa del profundo pozo que cavó en su interior y contempla embobada la luz que la llama; una luz que solo ella es capaz de ver.
Puede que pensara eso, puede que fuera así…
A veces la vida nos empuja hasta el pozo y deslumbra con el magnetismo de su luz.
¿Sabes?, la luz dura muy poco, demasiado poco…A veces se funde, explota o titila; aún así recuerda que dura poco, casi nada. Por eso busca ese leve titilar en tu interior, búscalo porque te pertenece, porque también somos debilidad y caída, porque mañana alumbrará otros días, porque otros necesitan de tus destellos, porque puedes deslumbrar con tu sonrisa, porque la luz siempre es y será luz aunque ya no estés para deslumbrarte con sus rayos.